02 julio 2011

Stardust... 14 años después

Neil Gaiman, el escritor de Neverwhere, Coraline, American Gods, El libro del cementerio, etc. y guionista de The Sandman, escribió Stardust entre 1991 y 1998. Ha tenido que pasar el doble, 14 años, para que finalmente me animase a leer su novela corta ilustrada hasta el final. Y es que hay algo en las obras cortas que me hace tener poca paciencia con ellas: prefiero embarcarme en la lectura de un mamotreto de 600 páginas antes que leer las escasas 125-150 que deben ser en total Stardust. Norma publicó, en su momento, esta historia en cuatro cuadernillos, como solía hacer con todo el material de Vértigo que publicaba en su momento (a unos precios escandalosos para la época, hay que recordarlo).
Stardust es, como dice su propio autor, una cuento de hadas para adultos. Bien escrito -en el estilo habitual de Gaiman, una prosa elegante y reposada, deudora de los cuentos tradicionales que tanto le gustan- y con todos los elementos clásicos que un cuento fantástico ha de tener. No hay nada de espectacular o de innovador en Stardust: si una cosa domina Gaiman es el arte de la imitatio, es decir, el de ajustarse a unos cánones clásicos para contar una historia prototípica con sus propios elementos combinatorios. La historia avanza poco a poco debido a la manía descriptiva del narrador (que por otra parte se adapta a los cánones establecidos), así que la trama necesita un tiempo para desarrollarse y enganchar al lector. Pero, finalmente, la historia encuentra la fuerza suficiente para tirar adelante y enganchar: sobre todo por los personajes, que consiguen, dentro de la vacuidad de los estereotipos, convertirse en personajes redondos. El final de la historia está a la altura del relato y del autor, un autor que conoce los mecanismos del relato mítico a la perfección.
De Charles Vess diremos que también está a la altura del trabajo, y que, sin ser especialmente santo de mi devoción (siempre he pensado que hay algunas perspectivas o proporciones que no sabe dibujar, y que todas las caras que hace se parecen a la de alguna vieja inglesa), destaca por su trabajo etéreo, feérico (nunca mejor dicho), y muy prerrafaelita, con el uso de lápices suaves y tonalidades vivas pero apagadas.
En resumen, Gaiman ofrece lo que promete: el resultado es correcto, pero debo de ser yo como lector, que siempre le exigiría un poco más a Neil de lo que me da.

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